miércoles, 28 de mayo de 2014

Mi primer amor

¡Uy!, me tomaré mi tiempo para describirla de pies a cabeza –lo siento más cómodo haciéndolo de esa manera-, las palabras (mis palabras) no me bastarán para alcanzar sus características.
Me es difícil hacerlo, porqué no encuentro algo que se le compare o por lo menos le bese sus torpes talones.
Intentaré describirla sin que se esfume de mí, sin que su esencia sea regalada. Por ello; quizá, parcial o totalmente, sólo la describa físicamente.
Por dónde comenzaré…
Es bueno que lo haga por su cabello, ya que era una de las cosas más extrovertidas de ella.
Su cabello… su cabello siempre le conocí siendo lacio y largo, no tan largo, pero con el largo suficiente como para abrazarme del cuello a mí y mis ciento un demonios. Era un poco quebradizo y descuidado. Cada que lo acariciaba se quedaban mis dedos atrapados en las trampas de lo enmarañado.
No puedo definir que color de cabello lucia, siempre fue cambiante, siempre lucia un tono diferente, y por sí fuese poco; la luz del sol le hacía modificar, las sombras arboladas le daban otra textura y ante la luz de la luna pasaba su tonada más platina. Como si la mismísima luna le regalase un trozo de ella.
Lo conocí siendo negro, más negro que la noche. Lo conocí azul, no un azul celeste como el mar o el cielo, un azul parecido al fuego de las estrellas llenas de gemas.
Lo conocí naranja, como lava de un volcán. Castaño como llamas a punto de extinguirse, pero a mí me gustaba…, no, no me gustaba, me encantaba, me maravillaba, me fascinaba su cabello siendo totalmente rojo: rojo cómo la colcha que uso en mi cama para cubrirme. Rojo como la sangre, rojo como la piel de un demonio.
La forma de su cara era algo… cóncava. No sé como explicarlo. Su forma es como sí la hubiesen mandado hacer, cómo si hubiese sido esculpida por Dios: milímetro por milímetro.
Su piel figuraba a la nieve, era tan blanca como una nube, blanca como la luz en su totalidad; y a pesar de ello, jamás se le vio palidecer. Nunca murió antes de hacerlo. Era la reina de ‘Yukigakure’.
La temperatura de su piel también era cambiante, siempre variaba la proporción de su calor. Pero, fuese primavera, verano, otoño o invierno, el/la calidez de sus brazos nunca variaba. Calidez y calor cambiante. Ojo. 
Era el mismo, el mismo calor que me abrazaba en buenas y malas.
Su piel en su totalidad era regularmente caliente, tan caliente que transfería calor a mis labios cuando estos la tocaban.
Su piel era suave, delicada y reseca –constantemente le mencionaba que la hidratara-, era suave pero no como el terciopelo: ésta tenía suavidad propia. Como una combinación entre el terciopelo de maya y el pétalo de un clavel.
Si, así era. Como el pétalo de un clavel; suave, tan suave que nadie se cansaría de acariciarlo, pero frágil, tan frágil que podría romperse con las propias caricias.
Sí su piel era delicada, sus mejillas lo eran aún más. Eran ese tipo de mejillas las cuales podrías acariciar todo el día y las cuarenta y cinco horas de una noche. Eran lizas, sin grumos ni imperfecciones, lizas como un lienzo, como una pared llena de yeso, como ésta hoja de mi libreta.
En lo personal, me gustaba el efecto que lograban mis palabras y caricias en sus mejillas. Lograban que sus mejillas le ardiese, le hirviesen y se colorasen al color de su cabello.
También me gustaba pellizcarles, jalarles, besarles…, y morderles. Si, también me gustaba morderlas.
Sus ojos… intentar halagarlos con simples palabras…, no me basta, utilizaría toda mi tinta, todas mis hojas y todos mis recuerdos.
Puedo decir que eran de color verde y café. Y amarillo. Y negros.
Su color era cómo… un café muy cargado con mucha leche, cuando se exponían a la luz del sol… y verde como una canica, cuando se le presenciaba en las sombras de la noche. Verdes como un río selvático que refleja los arboles de las orillas.
Sus ojos siempre estaban sonriendo, siempre se veían felices, como los ojos de un niño con un nuevo juguete.
Los amaba…
Su nariz…, de su nariz no puedo decir mucho. Tenía pequeñas pecas. Era algo delgada, pequeña y podría decir que algo puntiaguda. Cómo un triángulo (no hablen por ahí de esto. Que quede entre nosotros. No le gustaba su nariz, pero a mi me encantaba besarle, una y otra vez).

Sobre sus orejas no puedo decir mucho, realmente todos los días las escondía bajo toda su mata de cabello. No le gustaban; pero puedo decir que eran muy peculiares. Peculiarmente redondas. Me causaban gracia, pero me gustaba más la chica con su cabello recogido. Si señor, también las mordía, besaba y susurraba.
Sus labios y su boca…
Maldita sea…, sus labios…
Madre mía, su boca…
Sí su rostro había sido esculpido por Dios… sus labios habían sido esculpidos y tallados por cada uno de los Dioses, sus amantes y sus madres.
Sus labios eran pequeños, sin mucho volumen. Difuminados; pero, con un calor extraño, un calor que no he sentido en ningún otro lado. Era como besar al fuego.
También eran suaves y escurridizos.
Siempre le mencionaba que sus labios parecían fresas; ya que tenía esa textura y aquel mismo sabor y color que una de ellas.
Sus labios solían moverse tan ridículamente elegante, que componía todos los pasos de un baile sin siquiera intentarlo. Su voz era música. Ella componía por sí sola las melodías con las que Beethoven o Mozart tendrían que temblar.

Su boca era pequeña. Tan pequeña que cuando hablaba parecía fin de embudo.
Jamás pude explicarme la manera en la que podría comer tanto. Cómo le entraba tanta comida por tan pequeña boca.
Su lengua era larga, o al menos más larga que la mía. Lo suficientemente larga como para ganarme cada una de las batallas. Larga, redonda y roja. Un rojo peculiar. No como el color que tiene que tener una lengua.
Me consumía en cada batalla, dejando sus labios más que humedecidos.

Como mencioné antes: su voz era parte de un hechizo. Creerme, escucharle cantar te hacía pensar y recordar las historias de las ‘ninfas’ que con su canto lograban atraerte, hechizarte u hacerte fechorías. Y así era cuando ella cantaba. Te olvidabas de ti, te olvidabas del tiempo, del todo. Hasta que ahora no he presenciado cosa más hermosa que ella haciendo música. 
No imaginemos a un artista o divinidad en pleno canto. Ella no cantaba bien. De hecho, lo hacía mal, realmente mal, pero, lo hacía de una manera que le hacía brillas y era utópico.
Imaginar a ella cantando a su enamorado para que él se durmiese, mientras se escondía sobre su regazo.
Su aliento sí bien siempre no estaba fresco, yo disfrutaba fumándomelo y probándolo. Sentirlo me hacía estar en ella, y yo era de ella.
Su cuello era dulce como el agua con azúcar. Era largo y elegante. Brillaba, pero lo escondía. Me gustaba besarlo. Me gustaba besar aquel lunar al lado de la base de su cuello. Le recuerdo ruborizándose, poniéndose tensa, haciendo su piel enrojecer. Recuerdo su cuello como un tabú de su cuerpo, que nadie que no le haya amado debió conocer.
Su aroma no parecía a ninguna rosa, ni perfume, ni coctel aromático.
Su aroma era sólo de ella. A su forma, a su manera. Divertido y atrevido.
Dulce sin empalagar y amargamente endulzado.
Su aroma era propio de ella, y olerlo me hacía necesitar un mapa –o tres-.
Su cuerpo… su cuerpo… su cuerpo…
La silueta de su cuerpo me hacía enloquecer. No, no era aquel estereotipo de actriz o modelo. Su cuerpo era…
Sí bien, sus hombros no eran anchos, pero sí algo caídos. Su espalda era delgada y larga como una espada, en la cual podría entretenerme contando sus lunares, buscarle nuevos y comenzar con el mismo proceso. Una y otra, y otra, y otra, y otra vez.
Sus pechos no eran ni grandes ni pequeños; en ellos había perfección.
No eran duros ni volubles, sino firmes. Pero eran pesados y resistentes. Ni mis labios, ni mi lengua, ni mis dedos eran capaces de atraparlos en su totalidad, comúnmente eran frágiles y emocionalmente sensibles. Cuando los tocaba era como acariciar el algodón, y besarlos era como probar agua tibia.
De antemano, sabía que era el ‘swich’ de su cuerpo, que provocaba todo un apagón de ella.
Sus pechos se veían grandes a comparación de las curvas de su cintura y cadera. Era delgada. No, no muy delgada, pero delgada. Su abdomen se hundía ante las yemas de mis dedos y sus caderas eran devotas a cualquier chica adolescente en crecimiento. Anchas y duras. Ágiles y sensuales. Livianas y abrasantes.
Besar su abdomen era como tocar la nieve caliente con los labios, y tocar sus caderas era como acariciar una savia centímetro por centímetro.
Su sexo… su endemoniado sexo, su tacto, su aroma, su sabor, su calor, sus sensaciones… su interior, su voluminosidad, sus contracciones, sus reacciones, su delicadeza, su nerviosismo, su fluir, sus movimientos, sus gemidos, su sudor, sus marcas, su ligereza, estrecho, decolorado, apacible…
Me lo guardaré. 
Sus piernas eran estalactitas, delgadas y largas. Tenían su forma de cono. Era lo más sensual de ella, se movían con tal sensualidad, que Afrodita le envidiaba. Eran tranquilas al tacto, y aumentaba los risos en su piel conforme más abarcaba.
Sus muslos eran redondos, firmes y provocadores. Eran sutiles ante los mortales, pero ante los espíritus eran intranquilizarles. 
Les adornaba un lunar, mi lunar. El cuál se escapaba juguetonamente, haciéndose pasar por alguien asustado.
Sus manos sudaban como un incienso, pero siempre frías como el viento fresco. Sus caricias eran como besos de lluvia, y su rigidez era como hielo al derretir.
Sus brazos eran pequeños y anchos, mordidos, sanos y cálidos.
Un abrazo o caricia de ella, era como ser abrazado y mimado por un ángel. Ella fue mi ángel.
Los dedos de sus manos estaban cubiertos con carne y tela, pero los de sus pies eran delgados y huesudos. Ligeros como para volar en el viento y pequeños para ser guardados.
Su alegría, tristeza, gustos, su forma, su coraje, risas juegos, palabras, sueños, metas, miedos, deseos, acciones, pensamientos, cariño, historias, privilegios, humores y chantajes, me los quedaré yo. Fue mía y fui suyo.
La escribo para no olvidarla, y la doy a leer sin nombrarla ni descubrirla.
Intentar plasmar en hojas, me llevaría siete mil de ellas.
Su valor, actitudes y humores son de quién los haya probado.

Es todo lo que me queda de ella. Lo más bello que he tenido. Daría todo y mi nada por segundos de ella.
Así de bella era, fue y será.
La amé y le odié.
Hoy la inmortalizo para mí, para ti, y para quién la merezca.


La extraño. 


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